Es muy viejo y parece aún más. Sus paredes de piedra arenisca tienen marcas del tiempo. Las piedras, unidas con cal, están cubiertas de musgo y líquenes que crecen en ellas. La puerta, hecha de roble sólido, se mantiene firme. La llave, que está escondida bajo el alero, es muy pesada, hecha de hierro. Me pregunto cómo será el llavero que la sostenga. Si miras el tejado, notarás que lo han reparado hace poco, no hay tejas rotas y está limpio de hojas y ramas del chopo que crece junto a él.
Se nota que el molino lleva tiempo sin usarse, porque el canal (le pregunté a un vecino y me dijo que se llamaba «caz») está sucio y deteriorado. Alrededor, todo está cubierto de zarzas, ortigas y maleza.
La puerta hace mucho ruido al abrirse y es de una madera dura. Dentro, esta todo oscuro. Hay una pequeña ventana por la que pasa algo de luz. Con la luz, pude distinguir las partes principales del molino: la tolva donde echaban el grano (la mayoría, centeno, según me contaron) y las piedras, que probablemente no se han usado en años. Abajo se ve el rodezno.
Funcionamiento:
El agua cae con fuerza sobre el rodezno y movía la piedra, que molía el grano a medida que caía de la tolva. La harina se recogía en una especie de caja bajo la piedra.
Luego le pregunté a mi abuelo si alguna vez había usado el molino, y me respondió: «¡Claro que sí! Llevaba unos sacos en el burro, que se llamaba Lirio, y me quedaba allí hasta que terminaba la molienda, vigilando al molinero, porque decían que solía quedarse con más de la cuenta. Recuerdo que hasta Plinio el Viejo –aunque no sé quién era– “incluía a los molineros entre las aves rapaces.»
Alejandro Martín Domínguez, 1BCA